Cuando el consenso se torna imposible en una agrupación política, la votación suele convertirse en un excelente ordenador de las diferencias internas. Los comicios sirven para superar los entredichos partidarios, en democracia toda elección determina ganadores y perdedores; dirime quién hará las veces de oficialista y quién las veces de opositor. El ciudadano, afiliado o independiente, cuando es convocado a las urnas, define los roles, los de unos para gestionar desde la conducción y los de otros para controlar desde la amargura de la derrota. Se zanjan las diferencias y también los niveles de representatividad.
Esto último es lo inquietante y riesgoso para quienes han hecho de la acción política su forma de vida. En un punto, si se pretende asustar, amenazar o advertir a un contrincante nada mejor que decirle vamos a las urnas; desafiarlo desde una supuesta superioridad y exponer que se lo reta porque hay confianza en que se lo doblegará como adversario. En una guerra psicológica al enemigo hay que ponerlo nervioso, que es el primer paso para debilitarlo. También es válido y con la misma intencionalidad decir, por ejemplo: voy a buscar la reelección; y en una primaria abierta si es que es necesario, se podría agregar. Si se piden internas es lógico que haya un rival a quien dirigir el mensaje.
No es ni más ni menos lo que refirió el Presidente en suelo europeo cuando blanqueó sus pretensiones de disputar con quien quiera la posibilidad de ser el candidato del oficialismo el año que viene. ¿Asustar a Cristina? Más que nada es una manera de instar a que se resuelva la representatividad de cada uno a través del voto, y que sean los afiliados e independientes los que decidan quién conduce y quién obedece. Quién gobierna y quién tiene el poder también, en el caso de esta dupla al borde del divorcio político. Como ironizó un dirigente capitalino; a uno ya lo han notificado de que hay un proceso de separación en puerta.
Sin embargo, con las primarias abiertas tan lejanas -a 15 meses-, la maniobra de Alberto Fernández suena más a: el que conduce soy yo y me animo a decir que tengo libertad de acción. Una suerte de declaración independentista, sin ser tan revolucionario -no es muy convincente para eso-, ya que no puede desembarazarse totalmente de Cristina. Por algo Máximo Kirchner lo cruzó al decirle que antes de conducir, se debe saber obedecer. Una suerte de remedo de la conducta de los cuarteles, ya que en la formación militar para aprender a dar órdenes, primero hay que saber acatarlas. Disciplinamiento que le llaman. El justicialismo aplica esta concepción militar con una interpretación política muy propia de esa fuerza: verticalismo. Aunque a partir de la conflictiva relación entre Alberto y Cristina, entre una moderada derecha y una problemática izquierda, este pragmatismo básico del peronismo se torna impracticable.
Entonces, nada de permitir rebeldes en el redil político propio, porque cualquier desafío a la autoridad expone la debilidad del conductor. Un trance intolerable para los que gobiernan, lideran, conducen o mandan; o bien para los que quieren que se crea el relato de que gobiernan, lideran o mandan. En ese marco no pueden tolerar tremenda falta de respeto a esa supuesta autoridad, como lo es sugerir que vayan a las urnas para que se determine el peso específico de cada uno. O se replica de inmediato diciendo “acepto” recogiendo el guante o se recurre a meras reflexiones de ocasión, como aquella frase de quien no obedece, no conduce. Hay que animarse.
Siguiendo la línea de pensamiento larroquetista -quien supo decir “el Gobierno es nuestro”, aludiendo al camporismo-, lo que básicamente le está reiterando el hijo de la vicepresidenta al jefe de Estado es que el poder no le pertenece y que tiene que atender las órdenes que emanan del Instituto Patria. A obedecer y a encolumnarse en un marco de consenso interno, pero impuesto, sin indirectas que refieran a internas democráticas pero con tono de advertencia.
La decisión de Alberto, de anticipar que irá por la reelección, se interpretó en La Cámpora como una amenaza directa a su hegemonía en el espacio oficialista, o por lo menos a la influencia de Cristina. Tiene el poder, pero no gobierna como desearía.
¿Le temen a una interna porque se pondría en evidencia el nivel de representatividad que tiene la agrupación de izquierda en el movimiento justicialista o bien sólo esperan obediencia y genuflexión del Presidente porque están convencidos de que son los que realmente gobiernan?
Nada mejor que un proceso electoral para superar cualquier tipo de encono o de visiones encontradas, tal como ocurrió en la provincia el año pasado cuando Manzur y Jaldo eligieron competir en el PJ para dirimir los liderazgos internos en el oficialismo. Uno se impuso, otro perdió; aunque la crisis nacional del Frente de Todos tras las generales alteró planes y previsiones; y trastocó la realidad política en el oficialismo tucumano porque puso en el cargo más importante de la provincia a que salió segundo.
Con la excusa de que los compañeros unidos siempre triunfan -algo verificado en función de los resultados de 2019-, apelan a la génesis de la fórmula Fernández-Fernández, donde quedó explícito que ella manda y que él es el que debe acatar. Decir que se irá por la reelección sin que Cristina haya dicho una palabra respecto del 2023 es toda una afrenta de Alberto contra ese “orden natural” que entienden los camporistas, o cristinistas. Un orden en el que el peso de los gobernadores no importa -sólo el del mandatario de Buenos Aires-; como la influencia de los dirigentes de la CGT que se mueven alrededor de Manzur, o de las organizaciones sociales que apoyan al Presidente, hasta en la calle.
El Presidente tensa la cuerda para mostrar algún tipo de independencia a partir de declaraciones irritantes a los oídos del kirchnerismo, pero no rompe la coalición porque su gestión sufrirá las consecuencias y, por ende, la gobernabilidad se pondrá en riesgo. Ergo, menguarían sus hoy pocas posibilidades de éxito para ir por la reelección. Más en medio de datos económicos y sociales alarmantes. Esta situación hace que La Cámpora también tense esa cuerda. Empero, ambos lados saben que en la ruptura pierden y que siguen unidos con curitas, uno buscando más independencia de acción y el otro pretendiendo ser obedecido. En ese esquema, o el frente se fractura -uno tira del mantel- o se enfrentan finalmente en las urnas para ver quién manda a partir de los votos y de la representatividad obtenida. Alberto tiró el guante, nadie lo recogió aún; sólo lo amonestaron.
En Tucumán, la reedición de la interna oficialista del año pasado está latente, aunque nadie desde el poder dice, al estilo de Alberto, yo quiero ser. Ni siquiera Jaldo, el sucesor natural a la candidatura a la gobernación, se anima a decirlo con voz al cuello para evitar los posibles daños colaterales en el justicialismo. Se respira status quo en el Gobierno, se manejan con suma prudencia y cautela porque una sola proclama que se levante en esa dirección puede provocar el quiebre que no se concretó el año pasado sólo porque el gobernador se convirtió en jefe de Gabinete. Fue un freno imprevisto a la división. En el PJ, el liderazgo se definió en las urnas, se aceptó lo que resolvieron los afiliados, aunque todo se haya modificado luego. Sin embargo, por ahora nadie quiere “desafiar” para competir en otra interna por más que se hayan expuesto dos visiones en la disputa peronista de 2021, ya que deben privilegiar la gobernabilidad y justificar lo del “todos unidos triunfaremos” para pelear con mejores chances la continuidad en el poder en 2023. Los posibles alcances de esa unidad sólo la conocen Manzur y Jaldo, aunque ambos andan con pies de plomo y en silencio, porque interpretan que en eventual quiebre, pierden.
En la oposición tucumana también se lanzaron desafíos rupturistas al estilo de Alberto, como cuando se dijo que la candidatura a gobernador de Roberto Sánchez era innegociable. Sin embargo, teniendo a otro aspirante a la gobernación como Germán Alfaro, en Juntos por el Cambio están condenados a dirimir sus diferencias en una interna cerrada, porque para darle pelea al Gobierno con ciertas posibilidades de éxito, sólo lo pueden hacer unidos. Si cada uno sale por su lado, la derrota conjunta casi es previsible. Con que Jaldo sea ungido candidato a gobernador y que Manzur ponga al segundo de la fórmula, y el congreso provincial del PJ los avale, el oficialismo se fortalecerá sin necesidad de un proceso electoral interno. En suma, cuidado con los desafíos políticos a ir a las urnas con tanta anticipación.